viernes, 1 de marzo de 2024


LA FUENTE DE JOHN SNOW EN SOHO

Pasear Londres es muy entretenido y hacerlo bajo ciertos recorridos prefijados es muy frecuente. Hay rutas para amantes de ciertas películas allí localizadas, de lugares históricos, de hitos de la Segunda Guerra Mundial, de viviendas de famosos, de escenas de Harry Potter, de crímenes de Jack el destripador, de teatros, museos… a elegir. Sin rumbo también vale. Los que más me gustan. El Soho entra en cualquier paseo londinense, y tiene un encanto que no hace falta descubrir ahora.


Pero había un sitio que quería conocer y que no está en las guías: la fuente de John Snow. 
¿Que qué es esa fuente? Pues nada impresionante ni monumental. Una muy humilde bomba de mano que suministraba agua supuestamente potable al vecindario en una callecita llamada ahora Broadwick St. y, en tiempos de Snow, Broad St.
No parecía gran cosa sobre el papel. Ni lo es sobre el terreno. Tan poco, que se retiró ya terminada su utilidad. En su lugar quedó durante décadas una simple baldosa de granito rosa. En 2018 se repuso una réplica, que es la que ahora puede contemplarse. 



Y, sin embargo, no hay libro que contenga un capítulo sobre historia de la Epidemiología que no la mencione. El primer estudio epidemiológico de tipo científico se llevó a cabo alrededor de esta fuente en el verano de 1854.
No es cosa de entrar en profundidades, pero al menos una explicación es necesaria. En ese verano, un brote de cólera produjo centenares de muertos en el barrio del Soho. Entonces, el Soho era una barriada obrera y pobre, sin red de alcantarillado, con múltiples pozos negros, industrias generadoras de contaminación biótica (mataderos, procesamiento de grasas) y alta densidad humana y animal. Muy insalubre. Los puntos de agua estaban instalados por zonas y de ellos se servía la población circundante. Las acometidas y líneas de transporte no estaban correctamente aisladas y, con frecuencia, recibían contaminación procedente de vertidos, purines, pozos negros desbordados, filtraciones y escorrentías pluviales, etc. O la captación se hacía del mismo Támesis y con frecuencia río abajo de las emisiones de otros barrios, poblaciones o granjas. ¿Qué podía salir mal?


Snow trazó un mapa con los casos de cólera y detectó la agrupación de estos respecto a la fuente en cuestión. Allí estaba el origen. 

Parece obvio hoy. Pero no. Recordemos que en 1854 la teoría microbiana aún no estaba establecida, y el origen del cólera y otras enfermedades se asociaba con varias posibles causas, desde miasmas (aires viciados) hasta castigos divinos. Más aún, entre otros logros consiguió identificar el caso índice, un bebé cuyo pañal fue el contaminante para el resto. Puaj. Y desveló detalles muy elaborados, como los casos de viandantes que no vivían en la zona -y “estropeaban” el mapa- pero pasaban por la fuente a diario de camino al trabajo y allí bebieron, contagiándose.
Lo de Snow fue, sencillamente, genial. 


Descubrió además que los trabajadores de una cercana destilería y cervecería prácticamente no enfermaron. Sé lo que estáis pensando. Pero no. Tenían un pozo privado y no bebieron de la fuente de marras. Lástima, hubiera sido magnífico. Puede uno consolarse en el pub de la esquina, el John Snow. ¡Salud!


martes, 20 de febrero de 2024

QUEBEC, ¿ELDORADO BILINGÜE? JE NE SAIS PAS.


Visitar Quebec es, desde luego, un placer. La ciudad se sale de lo habitual en el norte de América, y tiene un indudable sabor francés, un tanto impostado a veces. Hasta los restaurantes y camareros con ínfulas pretenden ser a veces más papistas que el Papa, actuando como estrellas Michelin sin ser otra cosa que bistrós de barrio, dignos, pero sin más. Virtud y defecto al tiempo, el afrancesamiento deviene en un cierto aire de singularidad mal entendida, como todos los nacionalismos reivindicativos, nosotrosomosasísmos y sabeustedconquiénestáhablandoismos. Siendo una ciudad mucho más atractiva que Toronto o que la también francófona Montreal, Quebec rezuma la reivindicación tozuda que ondea en sus matrículas: Je me souviens (Me acuerdo). Ese provincianismo viciado, onfálico, ensimismado, me sobra e incomoda.


Si en el resto de Canadá encontramos todo en dos idiomas, y hasta en la muy norteamericana -entiéndase cuasi estadounidense- y cosmopolita Toronto, la duplicidad se incrusta no sin retorcimientos en cada rótulo, en Quebec el inglés se ve, se quiere hacer ver, residual.

Esto es la francofonía, mon amie parecen querer decirnos por doquier; y sin complejos. Al turista, que evidentemente lo es tan pronto cruza la puerta del restaurante, museo o tienda, se le tolera el inglés, aunque no si un cierto mirar oblicuo y ceja arqueada. Identificados los clientes potenciales como españoles, las tres palabritas en castellano y una simpatía a veces condescendiente te acogen sin mayores problemas. Bueno, y si chapurreas algo en francés hasta te sonríen. Otra cosa es vivir allí, según nos dicen unos y otros, incluidos los muy integrados. Ahí no hay medias tintas. El inglés no es bienvenido de un canadiense o un residente; se espera, se exige el francés.

Claro, en Canadá es innegable la existencia de dos grandes comunidades cuyos orígenes generaron guerras y separación cultural desde el momento mismo en que ingleses y franceses encontraron, buscando el paso del noroeste, el río san Lorenzo y sus amplias derivadas lacustres. Francia e Inglaterra -y sus respectivos descendientes- se retorcieron el brazo hasta no hace tanto. Y ninguno ha sido muy considerado con “el otro” nunca. Canadá es un invento muy moderno, incompleto, de hecho. 

La visita es muy agradable, porque el centro de la vieja ciudad y su puerto es desde luego, como estar en una ciudad del Atlantico francés del norte -Normandía o Bretaña pongo por caso-. Tienen dimensiones muy asequibles y están contenidas en un recinto amurallado. No hay pérdida. La puerta de Saint-Jean permite atravesar su conservada muralla. Una vez dentro, a la sucesión de locales tradicionales (Anciennes canadiens es un famoso restaurante donde tomar la clásica poutine) le sigue la resolución en la Place Royal y la enorme balconada -la promenade des Governeurs- sobre el río y viejo puerto justo debajo. Puede visitarse la catedral católica de Notre Dame de Quebec, que ejerce, a la vez, de mausoleo de San Francisco de Laval, cuya Universidad al lado es gigantesca y recuerda a El Escorial. Pero la vista se va sola hacia el tremendo Chateau Frontenac, que nunca fue castillo y sí es un hotel impresionante cuyo recibidor y bar lo son igualmente. Uno puede bajar al viejo puerto – el barrio de Petit Champlain- y cenar por allí en alguna tasca especializada en galettes que en poco envidian a las normandas, o descubrir el juego de su decoración moderna y brillante sobre las casas tradicionales.

Saliendo del recinto amurallado, se puede admirar el parlamento, enorme reivindicación del poderío y el ascendiente francés con su fachada iluminada con derroche y colmada de filas de estatuas de insignes franco-canadienses, la mayoría de los cuales se las vio con los ingleses por tierra y mar. Tampoco hay que dejar de llegar a los nada bíblicos campos de Abraham, donde los ingleses derrotaron a los franceses poniendo fin a su presencia como potencia colonial y administrativa, pero nunca como cultura predominante. Debió ser de aúpa vivir en las épocas de administración muy británica y recién impuesta sobre ciudadanos muy franceses de toda la vie. Mon dieu, my god. Rediós.


En fin, al menos hoy en día queda el recurso de perderse hacia Montcalm y trasegarse una de las enormes y variadísimas cervezas que sin duda ayudan a aplacar los duros inviernos. Porque dirán lo que quieran, serán muy franceses -más que los de verdad- pero aquello es muy frío. Mucho. Recuerden el audio del argentino recién llegado a Montreal. Pues la nieve en Quebec debe ser igual de jodida pero con un charme especial.












viernes, 19 de enero de 2024

CAPITOLE, EN TOULOUSE: TANGO Y PRINCIPITO


Toulouse no es uno de los grandes destinos turísticos que uno tiene en mente cuando viaja a Francia. Y, si se le tiene en cuenta, es más por la presencia de Airbus y el museo aeroespacial que por la ciudad vieja. Y, sin embargo, tiene una muy buena visita. Por motivos familiares la he repetido varias veces, lo que permite ese reposo del pasear sin rumbo. Deambular ajenos al itinerario prefigurado de las guías turísticas para el máximo aprovechamiento del tiempo disponible en vacaciones. Deriva urbana lo llaman los arquitectos. A ver si no es bonita la expresión.

Por mucho que derivemos urbanamente, es difícil que un paseo por el centro de Toulouse no pase forzosamente por Capitole, la plaza central. Rosa toda ella por el ladrillo y el enfoscado característico, que da el apodo de Ciudad Rosa. Y muy viva. Una larga fila de estupendas terrazas (el Florida, mi favorito), restaurantes excelentes (Le Bibent, maravilla), la visita al Ayuntamiento, los murales del soportal con la historia de la ciudad (incluido uno dedicado al exilio español, tan relevante aquí; la sede en el exilio del PSOE está en la cercana Rue de Taur), los helados de Amorino, la iluminación nocturna… muchos atractivos coinciden allí. Pero hay dos que me son especialmente gratos. 

El primero son los grupos de tangueros que se reúnen los fines de semana por la tarde y bailan muy seriamente por lo general. La tradición, que puede sonar extraña, es fácil de explicar si se tiene en cuenta que Gardel, Don Carlos Gardel, nació allí.  Cerca del Jardin japonés, en el número 4 de la Rue Canon D’Arcole, para ser exactos.

Los bailarines agrupan sus ropas y pertenencias en el centro, junto al equipo de música con altavoz, o en un pretil lateral. Ellas, algunas, llevan las largas faldas rajadas y los taconazos que la ortodoxia exige. Ellos por el contrario no suelen ser tan formales como sus contrapartes argentinos de la plaza Dorrego y tantos otros rincones de Buenos Aires. Esa dejadez tan francesa en el atuendo. Y aunque la estampa pierde caché por la parte masculina, es precioso ver a las parejas danzar cuando cae el sol y la iluminación de la plaza les confiere el aire entre místico y canalla propio del tango canónico. Puedo permanecer embobado contemplando sus movimientos un buen rato. No saber bailar solo me duele cuando veo a una mujer “tangueando altanera”. 





La otra singularidad que me resulta muy atractiva de Capitole está casi fuera del recinto. Y es menos vistosa. En una de las esquinas del rectángulo, la plaza no cierra por completo y hay un extraño chaflán que es la fachada de un hotel. El Hotel Grand Balcon, donde se alojaban los pilotos de la mítica línea Aeropóstale, que unía Toulouse nada menos que con Dakar, entonces colonia francesa. Con muchas escalas, entre otros lugares, en Barcelona y Alicante. Según creo, esta vinculación con la historia de la aviación es la base de que Airbus tenga aquí sede. El caso es que entre esos pilotos estaba Antoine de Saint-Exúpery.  El principito, uno de esos libros de culto que a mí se atragantó desde el principi(t)o. Saint-Exúpery tiene a su alrededor toda una aura misteriosa que sí me agrada, incluyendo su vida pionera y su trágica desaparición sobre el Mediterráneo en vuelo de combate durante la Segunda Guerra Mundial. El hotel -modernista y muy cuidado- ofrece una habitación, la número 32, que es la que él siempre ocupaba en sus descansos, amueblada de época y hasta asequible. Y cierro el círculo, porque al escritor/piloto parece que le gustaba divertirse, entre otras cosas, bailando tango. 






sábado, 22 de octubre de 2022

ISLANDIA EN CORTO

 

Mi primera impresión de Islandia fue consecuencia de la llegada a las cinco de la mañana a Reikiavik. Soledad. No iba mal encaminado. Y que me placía, por cierto. Islandia tiene una variedad corta y unos nombres largos.

La ciudad, porque solo ella puede calificarse como tal, tiene un agradable y breve recorrido. Más allá de esas pretensiones del “mejor perrito caliente del mundo”, y de las sopas de pescado o el fish and chips a la islandesa – caros-, la oferta culinaria es, o inalcanzable o repetitiva. Ahumados de salmón o arenque, patatas y buffet turístico pollopastarevueltoverduras. Cervezas como Viking, Gull o Boli, a un precio alto, ayudan a paliar esta sabrosa monotonía. Y lo de los perritos calientes, creo que son famosos por ser asequibles, porque no tienen nada de especial.


Reikiavik (“bahía humeante”) poco ofrece de monumental, si exceptuamos la impresionante iglesia de Hallgrímskirkja, inspirada en las columnas de basalto.  Y la gran sala de conciertos y centro de conferencias Harpa, un verdadero prisma múltiple donde la luz juega y sorprende. Más comedida es la estilizadísima estatua de la nave vikinga Sólfar, al viajero del sol. La casa donde se reunieron Reagan y Gorbachov se anuncia siempre como un elemento curioso, pero en absoluto llamativo. También tiene su paseo agradable por los lagos y la Plaza del Parlamento. El Museo Nacional, muy vanguardista en su manera de presentar los objetos (donde hay dinero se nota), no es mucho más que un museo etnográfico. Un “museo de cacharritos” como diría nuestro añorado compañero de viaje Emilio. Más tarde, en el área de Borgarnes, visitaríamos el museo sobre la historia de la colonización de Islandia y la época de las sagas, una extraña y complicada exhibición que quiere tener un aire medieval pero se queda más entre lo infantil y el bricolaje más tosco.



El atractivo oficial del país son las cascadas, (-fossar), los volcanes (-jökull), las coladas de lava inabarcables y cubiertas de musgo, los glaciares inmensos, las penínsulas, las enormes praderas, las playas generalmente negras, las ensenadas o fiordos (-vik) y las lejanas montañas centrales. De cuando en cuando aparece una minúscula iglesita -las más de las veces pintada de negro- y ¿lo harán adrede? aislada de la ya de por si aislada población más cercana. Sus interiores son de una austeridad luterana, como corresponde.

De los atractivos recogidos en las guías, se llega a generar un pequeño… ¿hastío? ¿Otra cascada? ¿otro volcán? No todas son iguales, pero muchas sí. Snaefellsjökul, al menos, es el volcán empleado por los aventureros de Julio Verne en su viaje al centro de la tierra. O las cascadas de Gullfoss, que cae en dos gigantescos niveles; y la de Svartifoss, la “catarata negra”, encajonada por geométricas columnas negras de basalto, ambas tienen personalidad. Pero otras son una caída a veces estrecha, a plomo, simplona, reiterativa.



Bueno, y hay ovejas para aburrir, así como miles de los pequeños caballos característicos del país. Ah, y no olvidéis perseguir al ineludible frailecillo; un sitio donde poder verlos razonablemente bien es el promontorio de Dyrholaey, junto a la playa de Reynisfjara. A los islandeses les hace gracia el ansia del turista por ver y fotografiar a estas aves que para ellos son totalmente irrelevantes.

Verdaderamente singulares son tres de las visitas habituales: el Parque Nacional Thingvellir, Geysir y la gran playa de diamantes de iceberg.

En cuanto al primero, es el lugar de mayor importancia histórica de Islandia, porque en este estrecho cañón los vikingos establecieron lo que los modernos islandeses consideran el primer parlamento democrático del mundo, el Althingi, en 930. Lo sea o no, lo rodea un sobrecogedor entorno geológico. Aquí se encuentran las placas tectónicas norteamericana y euroasiática, formando un singular valle en el que abundan ríos y cascadas, por el que puede pasearse y que sorprende a cualquiera.

Geysir es, quizá, menos de lo que uno espera. El geiser que da nombre a esta manifestación geológica tiene un surtidor que a los recién llegados impresiona, pero que parece estar lejos de sus mejores momentos de fuerza. Será la edad.

La playa de los diamantes es de grava y arena negras, volcánicas. En ella recalan fragmentos de hielo -icebergs del tamaño de un coche o un camión- procedentes del cercano glaciar de Breidamerkurjökull y que las mareas depositan allí. El contraste del hielo azul sobre ese fondo es muy llamativo y puedes tocarlos, subirte a ellos, jugar. 

Otra playa singular es la de Reynisfjara, por sus marcadas columnas de basalto negro y gris. Tiene un aire extraterrenal, casi tétrico, ambiente al que contribuye la simpática cartelería que anuncia de la muerte de turistas por las llamadas olas asesinas, que te envuelven incluso en días de mar calmo y te arrastran. No llevéis bañador.

Así que no, no hay hastío. Entreverados con estos hitos, formidables, el resto son paisajes desolados y otros muy desolados. Hay que buscarlos. Esos mares de lava musgosa -malpaís- permiten perder la vista sin hallar nada que la altere. Especialmente grato fue también un tramo por un camino sin asfaltar hacia el interior, disfrutando de un verdadero y muy solitario páramo que recordaba Patagonia. En invierno es intransitable. Las praderas, a veces desiertas de ganado, se suman a esta lista de lugares solitarios. Pero ¡qué desolación tan bella! Éremos es desierto (o soledad) en griego antiguo. ¿Existirá la eremofilia? ¿Seré eremofílico?








lunes, 24 de agosto de 2020

PANDEMIA: SIN VIAJES PERO CON LIBROS

La gripe de 1918 siempre me interesó. Una pandemia para alguien que investiga las enfermedades infecciosas –las zoonosis en concreto- es sin duda un hecho atractivo, siempre que sea como espectador, como objeto de estudio. Vivirla, si lo es en la misma condición –sin nadie cercano afectado seriamente-, está siendo igualmente apasionante.

Aprendes cada día, leyendo lo indecible, enterándote del trabajo de gente muy interesante que lleva a cabo investigación sobre zoonosis, epidemiología, inmunología, medicina comunitaria, vacunología, infectología, ensayos clínicos, nuevas terapias, o que trata de recuperar la sueroterapia mientras remedios más sofisticados se abren camino con esfuerzo y dinero. Y desenmascaras a la pléyade de expertos cuyo cuñadismo pseudocientífico te hace sonrojar a veces. Como los antivacunas o los negacionistas.

Conoces del trabajo (profesional o voluntario) en bancos de alimentos, en asistencia social, en ayuda a dependientes, en apoyo a familias. Descubres cierto periodismo de investigación, que se hacen un mini-máster para sacar adelante un artículo o una pieza de unas calidades y profundidades técnicas abrumadoras que te hacen comprender que los libelos y panfletos que solo nos cuentan la crónica rosa o la basura política los escribe otra raza de periodistas.

Asistes consternado al trabajo ímprobo del personal sanitario, a quienes los aplausos bienintencionados poco compensan del estrés y el cansancio infinitos, ni de la pobre respuesta institucional hacia sus demandas legítimas en pos de una sanidad pública de calidad. Aunque para consternación, la que generan los políticos que siguen a la greña con sus cosas insustanciales, lejos de las necesidades e inquietudes verdaderas de la gente; ellos a lo suyo, a guardarse el pesebre como sea.

Porque llega Septiembre y veremos dolor, si esto no cambia radicalmente. Y es que la segunda oleada ya está aquí, aunque la nieguen o la pinten de rebrotes. Ella y sus primeras consecuencias: colegios y universidades dudando si abrir y cómo; negocios, trabajos y economía en solfa, sin saber si se puede o no recuperar lo perdido; cultura, arte, museos sin público, condenados; vecinos, amigos y familiares que recelan unos de otros por si acaso; compañeros de trabajo que se aprovechan para no hacer su parte o que, lícitamente, temen reincorporarse, eso los que mantienen su empleo; más y más enfermos, ingresados y muertos.

Porque aún no dejas de compungirte al ver a la gente sin duelo, que perdió gente sin verlos, o ante enfermos cuya recuperación falta por completar. Ante ancianos aún confinados por si acaso, muriendo más de tristeza por falta de contacto y por visitas a distancia que de virus. Cuando aún no sabemos cuantificar la pérdida irreparable de vidas –que fueron muchas más de las que oficialmente se reconocen, de eso no hay duda-, vuelve la onda epidémica.

Y eso tras un verano raro y triste, donde los que desparramaron se han infectado, donde la oportunidad social y climática –vacaciones escolares y laborales, calor, rayos ultravioletas, sequedad, vida al aire libre, todo a favor de reducir contagios- se ha ido al garete en antros, terrazas y discotecas, en fiestas y aglomeraciones.

Un verano –lo que llevamos de año en realidad- sin viajes. Viajar para arriesgarse o para no disfrutarlo no me atrae. Y por eso he tratado de compensarlo leyendo como un descosido, entre artículo y artículo sobre coronavirus. Especialmente libros de viajes, claro.

Así que gracias a Antonio Penadés, cuyos libros Tras las huellas de Heródoto –relectura- seguido de Viaje a la Grecia clásica me servirán de guía para el que yo haga en el futuro, junto con el de Los griegos y nosotros, de Ricardo Moreno Castillo y La edad de la penumbra: cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico, de Catherine Nixey.

Gracias también a Arturo Pérez Reverte por el camino del Cid en Sidi, que en parte ya conozco, a Antonio Pérez Henares por devolverme a Cabeza de Vaca, a quien tanto admiro y parte de cuyo camino transité hace muchos años. Y La canción del bisonte, otro viaje aún más antiguo e interior.

Y otros que no son literatura de viajes pero te transportan, como A sangre y fuego: héroes bestias y mártires de España, de mi admirado Manuel Chaves Nogales, cuyo prólogo debería ser de lectura obligatoria en todos los colegios y que es un viaje sobrecogedor y vívido por la Guerra Civil Española. La peste negra de Ole J. Benediktow, este muy profesional, pero con el que viajé con las ratas y la peste por toda Europa. El jinete pálido de Laura Spinney es otra lectura obligatoria que recorre el mundo persiguiendo los efectos de la gripe de 1918, tremendamente recomendable. El retorno del mundo de Marco Polo de Robert Kaplan te lleva por la Ruta de la seda y su geopolítica actual. Y, finalmente, no mintamos, La hija de Vercingetórix, el último aparecido de Astérix y Obélix junto con un repaso a varios de Tintín, con quien siempre se viaja de maravilla.

¡Resguardaos!

viernes, 10 de enero de 2020

TEORÍA DEL VIAJE: TURISTA vs. VIAJERO

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Teoría del viaje es un magnífico y sorprendente ensayo de Michel Onfray acerca de lo que el viaje significa e implica. A veces se torna algo denso, pero son pasajes breves que se contraponen de forma inapreciable con un torrente de ideas brillantes que rodean el antes, el durante y el después de un viaje.

Con tal planteamiento no podía faltar el abordaje de Onfray sobre la diferencia entre viajero y turista, que se nos aparece radiante en varios lugares del texto. Algunas frases lapidarias los distinguen sumaria y nítidamente. Permitidme citar un párrafo sólido y completo como pocos. Dice:

            “El turista compara, el viajero separa. El primero se queda a las puertas de una civilización, roza una cultura y se contenta con percibir su espuma, con captar su epifenómenos, de lejos, como espectador comprometido y militante de su propio arraigo; el segundo intenta entrar en un mundo desconocido, sin prevenciones, como espectador libre de compromisos, con cuidado de no reír ni llorar, de no juzgar ni condenar, de no absolver ni lanzar anatemas, sino deseoso de captar su interior, de comprender el sentido etimológico”.

Y remata con la breve y condensada distinción:

“El comparatista designa siempre al turista, el anatomista señala al viajero”.

Cuando uno regresa de un viaje es inevitable que te pregunten qué te ha parecido, qué te ha gustado más, qué has comido, qué hay de especial allí, cómo es la gente… Algunos añadimos elementos propios, como qué animales pueden verse en los pueblos y ciudades, cómo son los mercados y qué se encuentra uno en ellos. Pero  la verdad es que, inconscientemente, creo haber respondido de acuerdo a Onfray. Raramente vale la pena comparar con otros referentes más sencillos de asimilar, porque ya son conocidos. ¿Con qué comparar el sabor dulce y el hedor acompañante del durián salvo conociéndolo de primera mano? En cambio, podemos hacer una aproximación a qué sabe el pomelo teniendo otros cítricos en la mente.
Pero es difícil comparar los templos indios del sur con… ¿con qué? Es mejor, siguiendo a Onfray, tratar de describir con la torpeza y limitaciones de cada uno cómo son, dónde los sitúan, que disposición tienen… No puedes -no debes- referirlos a una iglesia, a una mezquita o a una sinagoga. Ni tampoco puedes transmitir las diferencias entre uno jainista de otro dedicado a Shiva o Vishnú, sino describir con el menor desacierto posible de qué están hechos, qué transmiten, qué estructura tienen, a qué huelen, quién discurre en su interior y a quién o a qué rezan allí. Disección anatómica.

Pero el autor apuntala las diferencias entre turista y viajero en la esencia y no en la circunstancia de una búsqueda, con otro párrafo que transcribo literal:

            “Los trayectos de los viajeros coinciden siempre, en secreto, con búsquedas iniciáticas que ponen en juego la identidad. Ahí, de nuevo, el viajero y el turista se distinguen radicalmente, se oponen definitivamente.”

Y remacha definitivo, inapelable:

            “El uno busca sin cesar y a veces encuentra, el otro no busca nada y por consiguiente, no obtiene tampoco nada.”

Esta es la verdadera prueba del algodón, imposible de cumplir para la mayoría de los mortales, relegados a una condición de mero deambulante, si acaso con alguna ínfula que le hace creerse viajero por tratar de enterarse de algo sobre la cultura y la vida en el lugar visitado. Buscar conscientemente y “sin cesar” implica una preparación mental y espiritual a la que no es fácil llegar. Lograr reflexionar sobre uno mismo o sobre casi cualquier cosa en el transcurso de un viaje, asombrado ante un paisaje, un rito o un yacimiento, es menos complicado, y con una cierta atención, con los sentidos y la mente abiertos a experimentar y a sentir, llega a ocurrir. Aunque seas un turista, si prestas atención al templo, al ambiente o la fruta madura de un mercado, a un castillo o a un museo, puedes llegar a ser un viajero por un instante. Será una serendipia, pero es un hallazgo al fin y al cabo. Y no hay que temer, luego se te pasa y haces la foto.

lunes, 2 de diciembre de 2019

JAPÓN Y LA CARNE DE BALLENA


La cultura ballenera japonesa es ancestral y se remonta más de mil años. La reciente decisión de volver a capturar ballenas suena extraña, innecesaria e incluso arbitraria a organizaciones internacionales de conservación y gobiernos, que se oponen a ello firmemente. Pero, en realidad, si se estudia un poco más en profundidad, la cultura ballenera japonesa incluye no solo la captura, el procesado y el consumo de los productos obtenidos de la ballena, sino también una sólida estructura social y cultural asociada a esta actividad, convirtiéndola en algo muy profundamente enraizado en el acervo cultural de los japoneses. Tradicionalmente, las ballenas eran tenidas como deidades (manifestaciones del dios Ebisu, que proporciona las riquezas del mar) y en muchos puertos balleneros existían tronos y altares dedicados a ellas (Kujira Jinja).

Los japoneses utilizan los productos de la ballena de una forma tan extensa y variada que se aleja en mucho de las tradiciones occidentales. En particular, la variedad de usos y presentaciones de las diferentes piezas de carne – y su empleo como obsequio-, el uso culinario de la grasa (mientras que en occidente este era prácticamente el único producto aprovechado, y no con fines alimentarios) e incluso la casquería, así como una cierta ritualidad en la práctica de la captura y el consumo, definen un panorama mucho más intricado y rico para la relación de los japoneses con las ballenas. Las empresas dedicadas a su aprovechamiento obtenían por tanto mucha mayor rentabilidad de cada animal. Obtenían productos de alto valor, en cantidad abundante y muy apreciados, en lugar de limitarse a producir aceite de uso industrial en fétidas factorías, cuyo valor nunca sería comparable al de un gigantesco suministro de caros platos de delicatesen. Por tanto, es esta refinada manera de cocinar la carne y otros productos de la ballena la que promueve la continuidad de esta discutida costumbre.


Las formas ancestrales de captura se llevaban a cabo principalmente en las zonas costeras del sur de Japón. Es particularmente famosa la localidad de Taji, en Wakayama, donde se creó la técnica de varias embarcaciones actuando en equipo, los arpones de mano y, finalmente, las redes similares a las almadrabas del atún.

Esta modalidad implicaba establecer atalayas de avistamiento en lo alto de los cabos de la costa, que se comunicaban mediante banderas u hogueras; donde no los había, destacaban barcos a modo de oteadores. Esto reduce las capturas a aquellos animales que viajan por aguas costeras. Una vez avistada la presa en las cercanías, la flota entera se ponía en marcha. Lo siguiente era arrinconar a la ballena hacia la costa con una flotilla unida por una red, y exigía una fuerte inversión en términos de número de barcos y marineros especializados. Implicaba, entre otras cosas, bucear bajo los animales para tender maromas que impidieran que se hundiese, que algún valiente se subiera al lomo para practicar un orificio junto al espiráculo y pasar una soga con la que remolcarla, y todo ello precedido de un apuntillamiento con una espada especialmente diseñada para ello.



Estas flotillas se desplazaban de una localidad a otra y pagaban a las comunidades donde operaban. El laborioso faenado del animal se hacía en sus puertos o playas, impidiendo otras actividades. Pero en realidad, era una bendición. Pagaban un tributo a los señores feudales locales o bien repartían parte de lo obtenido con la población local en forma de carne, aceite, etc. Pero, sobre todo, contrataban trabajadores locales para tejer redes nuevas (se hacían cada temporada), calafatear y reparar o sustituir algunos los barcos, necesitaban carpinteros, toneleros, herreros, carniceros, etc. Y traían a especialistas de otras partes. Se estima que más de 500 personas tomaban parte en cada base ballenera de este tipo en las distintas tareas. Además, compraban suministros (sal, madera, comida, alojamiento…). La actividad traía riqueza al lugar elegido para la temporada, que iba cambiando de año en año. Era un esfuerzo que excedía el ámbito local, de ahí el dicho de que “una ballena enriquece a siete pueblos”. En España existieron los “atalayeros” para la pesca de costa, al modo descrito. Recuérdese también la tradición de balleneros vascos en Terranova.

Desde la aparición de los barcos de vapor y los cañones arponeros, a finales del XIX, cambió radicalmente este sistema “reactivo” por otros más activos, tanto de alta mar como de cabotaje. Se buscaba a las ballenas, no se las esperaba. La escala se hizo muy superior, con tándems formados por ágiles barcos cañoneros y enormes barcos factoría en los que se procesaba íntegramente el animal. En otras ocasiones el cañonero faenaba de manera sucinta al animal los productos (carne, piel, huesos, grasa) se manipulaban en otras embarcaciones especializadas, que lo transportaban hasta puerto o bien lo procesaban in situ (barcos dotados con hervidores, hornos, salmuera, congeladores, etc.).



Esta industrialización supuso un aumento drástico en la capacidad de captura. A finales de la Segunda Guerra Mundial, la tremenda escasez alimentaria que golpeó al Japón derrotado determinó que las autoridades americanas impulsaran el aumento de las capturas para proveer de proteína barata y accesible a una gran población. Hasta mediados de la década de 1950, en torno al 45% de la proteína de la dieta japonesa era de ballena. El pico de consumo se alcanzó en 1962, con 226000 toneladas de carne que suponían aproximadamente el 30% de la ingesta proteica (ese año se estima que se capturaron 66000 ballenas en todo el mundo). Después, la cantidad fue mermando por cuestiones culturales y, especialmente, al verse reemplazada por otras carnes importadas al aumentar la capacidad adquisitiva japonesa. Para cuando en 1986 se instauró la moratoria a nivel mundial, Japón “solo” consumía unas 15000 toneladas.

Como anécdota, los japoneses pensaban que la intención del comodoro Perry cuando atracó en la bahía de Tokio (entonces Edo) era en realidad establecer una base ballenera americana.

TODO EXCEPTO SU VOZ

Hay un proverbio que dice algo así como que “nada se desaprovecha de una ballena excepto su voz”, lo que nos resultará familiar respecto al cerdo, del que “se aprovecha todo menos los andares”.

Tradicionalmente, la carne se separaba del hueso, se cortaba en bloques y se enfriaba tan rápidamente como fuera posible -actualmente se congela- para ser consumida en fresco, o bien se fileteaban hasta grosores de unos 3 cm y se metían en salmuera (la piel se procesaba prácticamente igual). La carne de la cola (onomi) es especialmente apreciada, y se deshuesaba y se manejaba con un cuidado exquisito. Los huesos se cortaban (con motosierras cuando las hubo) y se trituraban para usarlos como fertilizante; a veces el tuétano se usaba igualmente como alimento o para obtener la grasa. Los tendones podían emplearse como cuerdas para instrumentos musicales, raquetas de tenis o, más antiguamente, para arcos y ballestas. Las ballenas se utilizaban en artesanía y sastrería como piezas para, por ejemplo, marionetas, plectros o para las famosas fajas y corsés. Las vísceras, como intestinos, corazón, hígado y riñones solían hervirse o salazonarse para consumo humano, pero si no había lugar a ello, acompañaban a los huesos para ser hervidos y convertirse en fertilizante. Finalmente, la grasa -casi el único aprovechamiento en occidente- se cortaba en bloques de unos 30 cm de grosor, se hervía y se utilizaba, entre otros muchos usos, para fabricar velas, como lubricante, como combustible, en la fabricación de pinturas e incluso como ¡insecticida!

La carne de ballena es muy alimenticia: para conseguir la misma cantidad de proteínas habría que consumir doble cantidad de carne de vaca, y casi tres veces la de cerdo; y el contenido graso es mucho más bajo. Incluso la leche, en japonés “yubarta”, es muy nutritiva, con el 50% de grasa y 13% de proteínas, comparada con la de vaca que contiene 4 % y 3 % respectivamente. En Japón la carne de ballena se llama “kujira” (antes se llamaba “isana” que significa “pez valiente”) y aún existen en Japón restaurantes dedicados, de forma exclusiva, a la venta de platos confeccionados con carne de ballena. Se puede consumir en “sashimi” o carpaccio: filetes de carne cruda aliñada al gusto, con aceite, ajo, con mayonesa, o lechuga. También se puede preparar al vapor, frita, a la parrilla, como “sushi” verduras y arroz; se vendía congelada o enlatada en los supermercados.



En España, la única tradición de consumo de carne de ballena la encontramos en la costa cantábrica, donde se consumía fresca, se ahumaba, se adobaba, o se conservaba en salmuera (en este caso se llamaba “pasta” y había que desalarlo como el bacalao). Se dice que su sabor se parece al de hígado, pero más fuerte, con una textura de carne de vacuno nada tierna. Fue más apreciada por los franceses a donde se exportaba y de donde se conocen algunas recetas utilizadas en la embajada de Francia en Madrid a principios del siglo XX: aletas de ballena a la marinera, filetes de ballena estofados, a la veranda, fricandó de ballena, sesos de ballena en salsa o fiambre de ballena. En un libro de recetas de Bardají (La cocina de ellas, 1935) se avisa de que la carne de ballena es roja, oscura, fibrosa y con una grasa similar al tocino.

En cuanto a las enfermedades zoonóticas que las ballenas pueden transmitir, lo cierto es que hay muy pocas referencias y varias de ellas tiene como sesgo el referirse al consumo y manejo de ballenas varadas y, por tanto, probablemente enfermas: existe así la descripción de algún caso de botulismo. Desde el punto de vista de transmisión alimentaria a través de la carne de ballena, Trichinella spp., Toxoplasma gondii, Salmonella y Leptospira spp. son los patógenos más frecuentes. El faenado de las canales se ha asociado a infecciones por Mycoplasma spp. Parapoxvirus y Mycobacterium spp. Y, por último, el procesado de la carne presenta puntos críticos respecto a contaminaciones cruzadas
Pero, sobre todo, la patología humana más a menudo asociada con ballenas es una enfermedad profesional llamada en inglés “seal finger” o “whaler finger” consistente en una erisipela en la zona interdigital causada por Erysipelothrix rhusiopathiae.

VÍNCULOS SOCIALES

El uso integral de la ballena y el aprovechamiento completo de cuanto ofrece ha marcado tradicionalmente una gran diferencia entre las culturas balleneras japonesa y occidental. Entre otras muchas facetas, a los trabajadores especializados en el desollado y descuartizamiento se les tiene en muy alta estima, ya que de su habilidad depende el mayor valor de las piezas más apreciadas por los consumidores. Y, para reforzar esta precisión y exquisitez, ellos mismos eran remunerados en parte en especie. Esta carne “salarial” a su vez se convertía en elemento esencial de una fuerte estructura social mediante el regalo de porciones como muestra de afecto y respeto, que se extendía además fuera de la comunidad ballenera, reforzando los lazos con la población no dedicada a esta actividad. Estas tripulaciones (en los barcos) y cuadrillas (en las factorías de costa) altamente especializadas tienen además fuertes vínculos sociales y familiares ya que el reclutamiento tiene lugar por lo general en pueblos con larga tradición ballenera y hay familias y sagas completas dedicadas a tareas concretas dentro de la actividad ballenera. De hecho, en el pasado, el arponero era quien reclutaba familiares y pobladores de su propia villa, y aún hoy en día sigue habiendo cierto agrupamiento de carácter gremial. Trasladado a las modernas compañías que operan los barcos balleneros, se mantienen vínculos sociales y un fuerte sentimiento de pertenencia muy propios de la cultura japonesa, como asociaciones de antiguos trabajadores, boletines de noticias, talleres formativos, canciones, salas sociales y rituales “corporativos”. Como ejemplo, los trabajadores de cierta compañía acostumbraban a realizar una peregrinación en grupo por diversos templos y altares antes y después de una salida al mar. Durante ésta, sus esposas la repetían cada mes rogando por la integridad y el éxito de los marineros.

HOY

Parece lógico esperar entonces que en el Japón actual aún haya un gran consumo de carne de ballena. Pero dista mucho de ser así. El consumo de carne de ballena ronda los 40 gramos al año por persona. El equivalente a una loncha.

La carne de ballena aparece esporádicamente en los menús escolares, y la industria ha tratado de incentivar el consumo, especialmente entre los niños y, sobre todo, en la población de más edad. Los ancianos la perciben como el sabor de la carne de su infancia (tras la segunda guerra mundial era la principal), les recuerda su juventud y consideran comer carne de ballena como una tradición que ha de mantenerse. Las múltiples formas de presentación y preparación y el ritual que la rodean se mantienen más como un símbolo -especialmente en las zonas de actividad ballenera tradicional- que como una actividad económica amplia o rentable. Lo cierto es que apenas la consumen.

En cambio, la presión externa para impedir la caza y, por tanto, el uso de la carne de ballena ha despertado un cierto espíritu de rebelión frente a lo que se toma como una injerencia extranjera en los modos y costumbres tradicionales. Un ataque a la cultura japonesa.  ¿Quiénes son estos extranjeros para decirnos lo que no debemos o podemos comer? En consecuencia, si bien el consumo real es mínimo, casi testimonial, más de dos tercios de los japoneses están a favor de la captura de ballenas. Es un asunto de prestigio y de orgullo.

De hecho, el consumo ritual, el turismo a antiguas atalayas de avistamiento (con hogueras y señales de humo incluidas) o a los templos y altares donde se reverencia a las ballenas capturadas o se pide protección, festivales, bailes y artesanía son costumbres aún presentes en las zonas tradicionales de cultura ballenera (Taiji y alrededores en la península de Kumodo). Pero no hay una proyección en la población general más allá de la reivindicación cultural.

Salvo que se produzca un drástico e improbable cambio en las políticas de conservación de la naturaleza, y de la protección a las ballenas en particular, parece que la cultura ballenera japonesa está abocada a ir desapareciendo paulatinamente, como ha ocurrido en otras zonas. Se convertirá, probablemente, en una actividad residual o en un recuerdo asociado al folklore, como ha sucedido en todo el mundo con otras tradiciones asociadas a la caza ritual o a los espectáculos con animales.